Un rato antes

Lucía abrió la puerta con la sonrisa que se imprimió en el corazón de Lisandro con la fuerza de un hierro candente, una marca profunda e imborrable. Medio siglo después, aún podía ver la silueta de sus labios bailando sobre el lago brillante, contemplando el pasado, minutos antes de prender fuego las sábanas.
Sentado en la galería de su casa, miraba el agua turquesa al pie del cerro. Veía sobre ese gran espejo del cielo bocetos desprolijos de sus recuerdos tristes, como si un hechizo los extrajera de la memoria corroída para endulzar los últimos segundos de la fría calma.
Se veía en los espejismos a sí mismo con el pelo azabache, sin las nieves eternas que se asentaron en la cumbre de sus cabellos, ni los ríos de ceniza entre las llanuras de su calvicie. Se veía bajando de su primer auto, buscando el número de una casa donde encontraría un gran amor para su vida. Medio siglo después, el perfume de ese día muerto en un pasado lejano olía tan fresco como el de un rato atrás, antes de tirar el querosén.
Los bomberos llegaron tan pronto fueron llamados, pero no pudieron salvar nada de esa cabaña hermosa y pequeña sobre el cerro, a la que Lisandro había bautizado “La sonrisa de Lucy”, justo alrededor del tiempo en que empezó a mostrar los signos del rápido avance de su enfermedad.
Lisandro intentó guardar en un vaso roto la memoria que se le escurría entre los dedos del tiempo.