Juego perdido

Juego perdido

Hubo un tiempo en que si me lo hubieras pedido, a la primera palabra tuya me hubiera tirado desde la cumbre del Catedral sin dudarlo sabiendo que encontraría la muerte al final del precipicio. Al igual que Alexei Ivanovich, había hecho un juramento de devoción. No solo con vos, sino con todas las representaciones de Polina Alexandrovna que vos encarnabas.

Estas Polinas eran frías e indiferentes, hermosas y dispersas, se reían en mi imaginación con la certeza de saberse amadas. Jugando a voluntad como un tigre enorme con su domador desarmado. Jugaban como querían y, por diversión, me imponían pruebas ominosas para su propio deleite.

Y siempre, casi siempre en el mismo momento, el juramento de devoción debía ser demostrado. Ya no en la forma material y económica de los zares, sino con algo más insubstancial: mi atención. Mi presencia incondicional e incuestionable. Mi compañía en largas caminatas circulares que rozaban lo erótico por los bordes. Y mí oído profundo y sensible hasta el hartazgo. Entonces, cuando me lo pedías, jugaba. Yo apostaba, y tiraba, y juntaba y volvía a tirar, y parecía que ganaba. Y cuando tenía los bolsillos del saco llenos de ganancias, y yo te buscaba para mostrarte lo que había ganado para vos y decirte que te amaba, Polina, vos ya lo sabías pero te llevabas lo ganado para pagar las deudas que siempre tenías con otro.

Y cuando supe cómo jugar y aprendí los secretos del juego, aposté más fuerte todavía, como un autoflagelo. Y los bolsillos se vaciaban en la timba, que también eras vos. Y de tanto ir y venir a esa timba de tu corazón, Polina, me hice un jugador. Yo que nunca había jugado, me perdí en el juego. Me convertí en un jugador sin éxito ni suéter en los hombros que se entregó al juego por su juramento de devoción. Y si ganar era tenerte, así como ganaba te perdía. Pero la culpa era solo mía porque el juego es un mal.
Y cuando te llevabas lo que yo ganaba para vos, a cubrir tus deudas con el inglés, solo el juego me quedaba. Yo que nunca quise ser un jugador, me quedaba con algo que no quería y sin algo que deseaba.

Nunca supe qué fue primero. Si me hice jugador sin saberlo y luego entendí lo que estaba haciendo o si acaso fue el mismo Alexei, que asomado entre los lomos de los libros cuando amagó a tirarse del Schlangenberg, que era también el estante más alto de mi biblioteca, me pidió que lo salve eligiendo esta obra. ¿Puede un escritor con su alma perturbada, perturbar a su lector haciendo que éste se enamore de sus personajes al punto de vivir sus vidas? ¿O nos buscamos en los personajes de cada libro hasta encontrarnos inequívocamente y confirmar que no estamos tan solos si es que alguien sintió lo mismo que nosotros hace ciento sesenta años?

Con el tiempo dejé de ser un ludópata y mendigar para apostar. También aprendí a elegir mejor a quién entregar mis devociones. Con el tiempo me olvidé de Alexei, pero no pude olvidar a Polina. Polina Alexandrovna, con todas sus letras. Y cada tanto encuentro también a algún inglés, que conoce a Polina muy bien y me dice con un anacronismo atroz, que Polina también me amó.

Por Christian Olmos

Entradas relacionadas