El Pescador

El Pescador

—¿Sabés qué es lo qué pasa? —me dijo saliendo del embotamiento que llevaba consigo—Es que llegué a temer cerrar mis ojos por miedo a que el sueño se acabase.
Yo lo miré mientras él observaba el mar que arrullaba un canto brumoso entre una niebla espesa que se había levantado sin aviso, con la caña en una mano y un cigarrillo encendido que humeaba y se consumía sin más, en la otra. La madrugada se iba disipando ante los primeros claros que aparecen cuando el sol comienza a emerger de su madriguera silenciosa al otro lado del mundo.

—Fue la primera vez que la realidad no me avasalló—soltó.
Nos encontrábamos en el espigón que nos había visto crecer y divertirnos de pibes. Ese que estaba a dos cuadras de mi casa y algunos pasos más de la suya. Aquellas playas, a esa hora sin huellas humanas gracias a la marea alta que había lavado con cuidado sus costas, habían observado nuestra vida mejor que nosotros mismos.
Ir a pescar, por aquella época, se había vuelto una costumbre en nuestras vidas costeras y él, fiel a una rutina que no lo dejaba desviarse de su comodidad, no me dejaba escapar jamás de la cita, aunque yo tampoco opusiera resistencia. Solíamos ser un equipo bastante eficaz: él, al que llamaré Proscripto, se encargaba de la parte técnica de este arte milenario llevando una caña de fibra de vidrio para mí, pescador sin experiencia, y una de fibra de carbono con carretel rotativo para él, mucho más experimentado. De carnada solía usar anchoas y camarones que portaba dentro de un balde lleno de diferentes líneas, una tabla vieja de madera, y un trapo con olor perenne a pescado.
Por mi parte, que me llamaré Euclides, me encargaba de las provisiones. Solía llevar en una heladerita verde diversos tentempiés, entre los que se encontraban cuatro sanguches de milanesa con tomate, huevo y mayonesa, una que otra fruta de estación (en este caso mandarina) y una barra de chocolate y naranja. Por otra parte, pero siempre en la misma heladerita llevaba una botella de agua de litro y tres o cuatro cervezas, rubias la mayoría de las veces. En una bolsa térmica llevaba agua para el mate y un termo con café. Todos víveres necesarios para sobrevivir las seis o siete horas que nos quedábamos allí, tanto en el frío como en el calor, invirtiendo nuestro tiempo en la nada, porque de peces esto no se trataba.

—¿Cómo es que no estás allá con ella? ¿Cómo es que no la fuiste a buscar? —le pregunté encendiendo un faso que crepitaba y nos hacía escuchar el rumor de la brasa de la hierba que quemaba.
Él había apenas lanzado la línea hacia el mar con un tiro potente que superó la segunda rompiente <> me decía siempre.
Ahora en su mano izquierda, que estaba cubierta a mitad por unos guantes de lana, se posaba un café humeante que soplaba con calma mientras que, con el dedo índice y pulgar mantenía la tanza y la caña respectivamente.
—¿Te imaginás lo que esto sería hace siglos atrás cuando no había nada que molestara ni a la flora ni a la fauna? —me preguntó, desviándose sin disimulo de la pregunta con la que lo incomodaba.

Yo le di un tiro más al cigarro y lo apoyé, todavía humeante y encendido, sobre el hueco de una de las rocas que hacía de cenicero.
—En el museo de ciencias naturales te muestran los gliptodontes y perezosos que dominaban la zona, parece que hasta tigres dientes de sable caminaban por estos lares ¿Nunca fuiste? —le respondí.
—Nunca jamás.
—Bueno, sí querés, antes de que vuelvas a tus andanzas le pegamos una visita. Dicen que después del incendio quedó muy bonito.
—¿Cómo es que se quemó el museo de ciencias naturales?
—No sé, dicen que una noche de tormenta un rayo cayó sobre la rama de un árbol, la cual se vino abajo encendida sobre el techo y el techo, que estaba en un estado deplorable y con cero mantenimientos, agarró fuego enseguida.
—¿Asi no era que se había quemado la casa de la cultura?
—¿Posta?
—Lo que me contás me suena a eso y no al museo.
—¿Sabés que puede que tengas razón? Se me confunden las historias a veces.
—La mota que te fumás confunde las historias.
—Ella me acaricia, me calma— deslicé con un dejo de poesía.
—Sos un tierno vos—me dijo pasándome el vasito de café vacío.
Yo le serví otro poco y se lo volví a pasar. Cada tanto con mi inexperiencia veía como tironeaba de la tanza de la caña, intuyendo que podía enganchar algo, mientras recogía despacio el carretel. La mía estaba allí mientras yo esperaba que se sacudiera para entender que algo estaba pasando en las profundidades del atlántico.
—En fin, se quemó la casita de la cultura.

—¿Los gliptodontes estaban en la casita de la cultura? —me preguntó serio.
—No, esos siguen en el museo que no se quemó, en la casita de la cultura ahora hay un supermercado chino—le respondí con la misma seriedad.
—Prefería a los gliptodontes—dijo para luego pedirme una seca de mi cigarrillo, posando su café en el suelo y tomando con la misma mano la tuca.
—Estás escribiendo muy argentinizadamente ¿te has dado cuenta? —tiró al improviso, aguantando el humo dentro suyo, con los ojos entrecerrados.
—Me sale así, la gente tiene que saber que acá las lenguas viven, no están muertas.
Proscripto asintió y recogió nuevamente media vuelta de carretel.
—¿Aprovecharon para hacer negocios con el incendio? —preguntó.
—Detrás de cada incendio, siempre hay algún chanchullo escondido ¿Qué pasa cuando se queman humedales? Se construyen proyectos inmobiliarios ¿Cuándo se quema el Amazonas? Terreno para cría de ganado. La rueda tiene que seguir girando.
Él lanzó una carcajada algo impotente y su tez apiñonada se comenzó a enrojecer ante un leve viento semi gélido que despertaba, con calma, al día.
Yo continué.

—Ya la venían planeando la de vender el predio donde estaba la casita. Estos son pillos, se hacen los otarios nomás.
—Y si… ¿para qué necesita cultura un pueblo? —rió sarcástico. —Pasaron tantas cosas desde que me fui que a veces no reconozco las calles donde camino.
—El paso del tiempo es inesquivable y la cultura del consumo, esa que les gusta a los falsos otarios, ataca rápido y sin atisbo de preguntas.
—Che… ¿sabés que la casita de la cultura tampoco se quemó?
—¿Tan desmemoriado ando?
—Ahora que me acuerdo me contaron que la tiraron abajo por deudas. Quizás preferís recordarla quemada y no tirada abajo. No se cual es peor como cosa, pero en cualquiera de los casos la negligencia humana y el desarraigo están ahí.
—No le tengo miedo al desarraigo y no creo que en todos los casos sea malo. A veces el el maldito arraigo te atrapa en lugares que no tenés que estar ¿Está mal no aferrarse a los lugares?
—Yo creo que te hace mal si te deja ciego, tan ciego como para no ver que destruyeron la única casa que manifestaba algo más que la liturgia conocida.
—Bueno, vos tampoco estabas acá para alzar la voz. Es más, nunca te escuché hablar de esa casa antes de que te fueras—le dije sin poder esconder molestia en mi tono.
—Es que no hablaba, ni siquiera sé si ahora hablaría. A veces me siento más ajeno que los ajenos y más traidor que los traidores—me respondió magnánimo, actitud que yo detestaba.
—¿Preferís que actúe como un pedante? —preguntó sin atisbos, como leyéndome los pensamientos.
—Preferiría que no quieras ser tan perfecto, dejate ser. Quedate con nosotros en la tierra—exclamé como en un ruego.
El paisaje ya había aclarado, algunas nubes de un gris muy pálido cubrían el cielo en el horizonte y el sol, que emergía detrás como bola de fuego ardiente, teñía aquellos colores opacos en unos naranjas encendidos.
—Que lindos los amaneceres—le dije embotado, recogiendo mi caña y notando al final, que se habían comido esa mezcla de anchoas y camarones que pusimos como carnada.
Proscripto dejó la suya en el posacañas, me entregó nuevamente el vaso de café vacío, tomó la tabla, el cuchillo y el anzuelo de mi línea para volver a encarnar. Yo comencé a preparar el mate.
—Me hablás como si le hablases al que hacía vino del agua. Que me quede en la tierra… Yo estoy en la tierra, ni que supiera volar—me dijo sin levantar la mirada de la tabla, del cuchillo y de la carnada.

—Buen truco ese del vino, está pa que te la juegues con un Malbec—le contesté sonriendo.
—Nos dejó diez mil reglas, pero la receta de agua en vino se la llevó en secreto.
—No… El que nos escondió la receta no fue él, fue el viejo y los que escribieron la historia. Yo tengo la sensación de que el papá estaba celoso del hijo, porque el hijo se enamoró. Los dioses y diosas suelen ser más simples y banales que nosotros mismos, algo tan simple como eso. Me la juego que el pibito que mandó a morir probó el amor en todas sus formas y, además, era un rebelde ¿Qué padre arcaico querría un primogénito rebelde?
—¿Era el primogénito?
—¿No lo era?
—¿Y Lucifer? ¿Gabriel? ¿Miguel?
—¿Le puso Miguel a un hijo?
—Si.
—¿En serio?
—Si.
—No me jacto de que mi nombre es hermoso, ni digo que Miguel es un nombre feo, pero entre tantos nombres ¿Eligió Miguel?
—¿Sabés que creo que no tenía un hijo que se llamase Miguel?
—Era un arcángel ese.
—¿Los arcángeles no son sus hijos?
—Ni idea, debería volver a leer la biblia.
—¿Y los ángeles?
—No lo sé y tampoco sé si entregaría mi tiempo pa descubrirlo.
—Bueno…— pausó la conversación mientras terminaba de atar al pobre camarón al anzuelo—la caña está lista.
Yo recogí un poco la línea, fui hacia una de las rocas que estaban más adentradas en el mar, coloqué la caña por sobre mi hombro, comencé a balancear la plomada apuntando a las espaldas de la segunda rompiente y cuando me sentí listo, catapulté.
—Buen tiro—me felicitó para luego mofarse, burlón—ahora tratá de sentir el pique antes que se coman la carnada.
—Sí, maestro—le contesté sarcástico.
Él volvió a su caña, algo decepcionado recogió otra media vuelta su carretel y me hizo seña por el mate que yo tenía a medio armar en mi mano.
—Me colgué con la charla del mandamás y sus súbditos.
—Que fea palabra súbditos, siervos. Nos parió esclavos el hombre ¿Qué futuro depara si la historia empieza tan torcida?
—Vos algo tenés contra él.
—Tengo problemas con la autoridad.
—Vos sos bastante autoritario.
—¿Yo? —dijo como desentendido— Y bueno… Los vicios se heredan fácil.
—Algún día sé que no vas a tener la palabra justa y para mi va a ser como un lindo gol de chanfle.
—En fin… estaba celoso el papito e hizo que cagaran a palos al hijo para que aprenda a no amar a los inferiores.
—Lucha de clases siempre ¿No?
—Dame otra explicación, porque la de los pecados no te la creo. Ahora te mojan con agua y te hacen una cruz en la cabeza para sacártelo. Y al loco lo torturaron, lo hicieron pasar por un calvario, lo crucificaron y lo dejaron para que se lo coman las aves carroñeras y lo salvó la Magdalena, o así me contó un loco que estudiaba teología un día que salí a emborracharme por Zagreb.
Yo terminé de ensillar el mate, le puse un poco de agua fría que tenía en una cantimplora tipo bota y luego tomé el termo con el agua caliente y comencé a versarla lentamente dentro del mate.
—¿Sabés lo que soñé el otro día? —me interrogó como si yo supiese.
Con un gesto negativo respondí a su interpelación. Comencé a beber el primer mate y el continuó.
—Que el bajista de los Rolling me ganaba al ajedrez. Yo me bajaba del bondi en la rotonda de entrada y ahí estaba, el mismísimo Ron Wood desafiándome a una partida. Obviamente que yo acepté y el muy cornudo terminó ganándome.
—Tranquilos tus sueños…
Le cebé el segundo mate y se lo pasé.
—Al menos soñás—le comenté con un poco de desasosiego—yo hace rato no lo hago.
Proscripto me pasó el mate vacío y comenzó a recoger con calma la tanza. Yo me cebé otro mate. El sol había clareado al cielo y una nube de cigarrillo empezó a humear sobre nosotros. Los peces no aparecerían, Proscripto se iría una vez más y la vida seguiría recogiendo el polvo que le dejábamos al pasar.

“Miche”

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