El niño a orilla del río
Un hombre le hizo un reportaje a un niño de doce años, pero el niño habló como un hombre al que le robaron la niñez, hablo de matar, de robar, el niño estaba vació. La sensación que produjo ese reportaje se vuelca en este cuento, no tengo respuestas y no sé qué hacer además de escribir…
Hay un niño descalzo sentado a la orilla del río.
El río puede ser cualquier río, en cualquier ciudad, el niño puede ser cualquier niño.
Tiene alrededor de doce años, la cara sucia, el cabello despeinado, una remera que le queda grande y una bermuda de jean gastado hasta las rodillas.
El sol que comienza a ocultarse luego de un largo día de verano pinta el cielo con trazos rojizos que se reflejan en la superficie del río.
El viento juega con el río dibujando en él lenguas de fuego.
Toda la imagen se refleja en los ojos del niño que permanece sentado inmóvil con la mirada perdida en el horizonte.
Un hombre, que puede ser cualquier hombre, se acerca acomodándose al lado del niño. Luego lo mira, lo observa por unos instantes.
La calma que los rodea permite escuchar el sonido que emiten las ramas de los árboles en complicidad con la brisa y el golpeteo de diminutas olas en la orilla.
—¿Qué haces sentado solo aquí en la orilla? –preguntó el hombre tratando de iniciar una conversación.
—Observo, solo observo… y descanso… y espero –le respondió el niño al extraño.
—¿Qué esperas?
—Al hombre que venga a preguntar.
—¿A preguntar qué?
—Lo que necesita saber, lo que necesita recordar, lo que necesita cambiar.
—¿Quién sos?
—Soy el niño parado en una calle de Hiroshima que veía caer una bomba de un avión gigante. Soy el que trabajaba con su padre en un campo de Vietnam cuando extranjeros incendiaron todo. Soy el que juega en el parque de la plaza. Soy al que mintieron y le dijeron que es bueno morir por la patria, o por un Dios, o un imperio. Al que le robaron la niñez y le cambiaron su juguete por un arma. Soy el niño al que no alimentan, que no cuidan, al que olvidan. Soy al que lloran pero no ayudan. Soy el niño que no será hombre por culpa de hombres que no recuerdan haber sido niños. Soy al que golpean, al que ocultan, del que no entienden su odio acumulado. Soy todos los niños y ninguno.
Unas lágrimas salieron de sus ojos, recorrieron sus mejillas y cayeron al río generando ondas que viajaron hasta la otra orilla.
El hombre no emitió palabra alguna.
—Los hombres dicen que no pueden cambiar las cosas, no ellos, no cada uno. – Siguió el niño.
—Solo se necesita uno que empiece, que traiga un puñado de arena y lo deposite en su lugar. Y luego otro y otro y de repente tendremos una playa con millones de granos de arena. Una playa donde pueda descansar mirando el cielo.
Los trazos rojizos cedieron ante los grises y el celeste ante el azul.
El hombre que notó puntos de sangre en la frente del niño, se mantuvo en silencio unos minutos, pensativo, para luego preguntar
—¿Qué necesito saber?
—Que nadie debe obligar al niño a convertirse en hombre.
—¿Qué debo recordar?
—Al niño que habías sido y deberías seguir siendo.
—¿Qué debo cambiar?
—Al hombre que se apoderó del niño para que el niño recupere al hombre.
Entonces el hombre bajo su mirada.
Miró las manos del niño y vio cicatrices en sus palmas.
Siguió bajando la mirada para ver las cicatrices en los pies del niño.
Lo miró a los ojos, le tomó las manos y le dijo: –Gracias.
Un pez saltó en el medio del río, la brisa incrementó su fuerza y el sonido en las ramas de un árbol cercano llamó al niño.
El hombre respiró profundo, apoyó las manos en el suelo, volvió a mirar las aguas del río y vio el reflejo de un niño con los pies descalzos sentado solo a la orilla del río.
Gabriel Priano


