Bambill: “De las encuestas y la prostitución de la representatividad social y política”

Bambill: “De las encuestas y la prostitución de la representatividad social y política”

En algún momento de la historia hemos pasado de ser ciudadanos a consumidores. En principio no resultaría inconveniente alguno el cambio de denominación: claro está, el capitalismo financiero ha prostituído hasta la semántica.

Para liberarnos de contaminaciones es bueno recurrir a la etimología de las palabras, veamos:Democracia es un término que se acuña, como bien sabemos, alrededor del 508 A.C en Atenas. Los griegos de esa ciudad eran regidos por los aristócratas y tiranos:

Aristocracia: “gobierno de los mejores”. Podríamos preguntarnos qué determinaba que fueran los mejores, ni más ni menos que los títulos nobiliarios y el poder financiero (en términos aggiornados).

Tiranos: “señor o amo”. ¿Quiénes eran los tiranos? Aquellos que detentaban el poder absoluto, bajo un régimen draconiano (de Dracon, la ley draconiana preveía castigos excesivamente severos para delitos muchas veces mínimos).

Después de la revolución en Hipías en 510 A.C, los atenienses encomendaron a Clístenes la creación de una nueva forma de gobierno en la que el pueblo debía participar de las decisiones políticas, así la génesis de democracia, demos: pueblo, kratos: gobierno y el sufijo ía, que significa cualidad.

La democracia entonces constituye la forma de gobierno en la que el pueblo elige y controla a sus gobernantes, según la historia y gracias a los griegos, de aquellos griegos del 500 A.C, no de los que discuten hoy con la Troika, claro está.

Volvamos al tema que moviliza estas reflexione. Decíamos que en algún momento de la historia nos hemos convertido en simples consumidores. Un ejercicio para ejemplificar esta afirmación podría ser imaginar a los atenienses reunidos con un asesor de marketing para recomendar a Clístenes cómo y qué debía decir, de qué manera vender su idea y cuántas estatuas necesitaría (no había publicidad gráfica en las calles, claro está) para convencer a la plebe que sus ideas eran lo que le convenía a la mayoría.

La política, por obra y arte del Dios mercado (que no pertenecía a la elite del Olimpo) se ha convertido en una mercancía más.

En las últimas décadas se ha naturalizado la idea de la necesidad de gurúes que determinan el humor social y las necesidades discursivas que se deben atender independientemente de las ideas concretas que el político en cuestión quiera llevar a la práctica. Así vemos como en una gran kermesse la oferta electoral signada por las leyes de una pseudo ciencia concebida como herramienta irreemplazable e insustituible para la “profesionalización” del dirigente que aspira a ocupar cargos electivos.

Mucho más cerca de nuestra realidad que los griegos (los del 500 A.C, claro está) podríamos pensar en el Presidente de la Nación y sus irrisorios, no por eso menos dañinos, cambios espasmódicos de discurso, recomendados por su nefasto asesor de marketing o, si queremos ser menos despectivos, consultor político.

Pero para sorpresa de quien se ha tomado el trabajo de leer este texto, los gurúes de la política no se refugian solo en los advenedizos ungidos por la derecha internacional en dirigentes políticos.

La mercantilización de la política ha contaminado y atravesado todos los sectores, desde la puesta en marcha de lo que hemos denominado “la agenda” de los medios hegemónicos, que no son otra cosa que parte del combo de la mercantilización, hasta las campañas electorales signadas por las recomendaciones de los consultores, que muchas veces solo reparan en los beneficios económicos que cosecharán al finalizar la misma (nadie escapa al Dios Mercado, ni el más pintado de peronismo) vemos un carrusel de clichés, fotos, videos, cambios de look, participación de dirigentes políticos en programas de TV dedicados al show rebajando la oferta de ideas a discusiones bizarras a los gritos o siendo objeto de burlas de algún conductor que por obra y gracia divina del Dios Mercado se constituye en representante de la “gente”.

Vale aclarar que el Dios Mercado garantiza su supremacía indiscutible bajo un solo apotegma “los políticos son todos iguales”. Cotidiano hasta la naturalización… Para propios o ajenos….

Los discursos, las plataformas electorales, las ideas a poner en marcha, las características personales y morales de aquellos que pretenden gobernar en nombre del Pueblo transmutaron con el avance del capitalismo y sus herramientas en un producto impuesto por las encuestas y vendido con mayor o menor éxito el día de la gran compra de futuro colectivo.

Recuperar el prestigio de la Política como motor de cambios en beneficio de las mayorías populares frente a la idiotización (del griego idiotes: aquel que no se ocupa de los asuntos públicos) parece estar muy lejos de una realidad efectiva en tan solo 12 años de historia de un pueblo.

La palabra ha perdido valor frente a la prostitución de la semántica en todos los órdenes de la vida, en política mucho más.

No es una pérdida exclusiva de la vida política nacional, las noticias nos llegan desde cualquier parte del mundo, en este sentido. La “sorpresa” frente a la “equivocación” de las encuestas son moneda corriente. Junto a ellas la pérdida de representatividad política y social.

La dirigencia política deglute, con unción sagrada, números estadísticos y según el monto que paguen el espejo les devuelve la imagen de Narciso o Hefestos y en función de ello toman decisiones, la más de las veces tan erráticas como el resultado del oráculo marketinero.

Analizar los discursos de propios y ajenos, escuchar más allá de lo evidente, evitar el consignismo fácil de la derecha o de la izquierda, da igual en esta reflexión, parece ser una tarea titánica que la comodidad mental, acuñada por décadas de consumo intelectual masticado y deglutido, no estaría dispuesta a llevar a cabo.

Esta nostálgica militante no se imagina un “consultor político” asesorando a Evita antes de sus diálogos con el pueblo, ni a Perón leyendo encuestas para saber qué estrategia desarrollar en su vida política.

                                                                                                        Por Daniela Bambill

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