El Banquete

En una esquina cualquiera del conurbano, sobre una calle de tierra adornada con basura aplastada, Alfredo aguarda, al volante de su camioneta, que el semáforo cambie de color. El dolor de espalda típico de sus setenta lo acompaña, pero no le roba la sonrisa. A su izquierda, un joven flacucho, moreno, sin camisa y con gorra, con la cuarta parte de su edad, hace retumbar los vidrios polarizados de su Peugeot 205 azul.
El hombre mayor mira a los costados y no ve un alma, salvo a su ruidoso conductor lindante. Encorva la mitad de su cuerpo para acercarse a la guantera del asiento del acompañante, busca algo, mueve otros objetos oscuros que están allí, parece haberlo olvidado, hasta que finalmente lo encuentra. Saca una estampita que coloca enel parasol.

El semáforo da la señal de largada, el auto del joven dobla rápido a la izquierda y Alfredo sigue hacia adelante, tranquilo con su sonrisa tatuada. Va camino a la casa de una clienta que vive cerca de allí. Al llegar, lo esperan unas pequeñas murallas blancas adornadas con bajas rejas verdes. Lo que podría haber sido un hermoso patio delantero con pasto natural, es un bloque de azulejos con unos pequeños recuadros a cada lado de donde surgen unos rosales petisos de color blanco y rosa. Una mujer mayor asoma su rostro por la ventana de vidrio de una puerta de chapa, identifica con alegría a Alfredo y abre con seguridad.
«¿Qué anda pasando Doña Margarita? ¿No me diga que no se pudo bañar?», pregunta el hombre con gracia. La mujer arrastra sus piesque apenas avanzan y se dirige temblorosa a la cocina, le cuenta que tiene un problema con el calefón que no enciende hace dos días y queestuvo bañándose con agua fría, cosa que Alfredo ya ha notado por sus pezones duros que sobresalen del batón amarillento. El viejo se acercaal aparato cilíndrico incrustado en la pared y observa por sus agujeros como si mirara bombachas debajo de una escalera. «¡Me olvidé la caja de herramientas en el auto, Margarita! Ya vuelvo», le dice mientras se aleja por el pasillo de la vieja casa para salir.
Atraviesa el jardín y mientras se acerca a su auto ve pasar nuevamente al Peugeot 205 azul. No le parece una coincidencia, así que toma la caja y un viejo revólver que llevaba en la guantera, lo mete debajo desu ropa, y vuelve a la casa para cumplir su misión. Al abrir la puerta, escucha la tierna voz de su clienta que lo llama desde el interior, camina por un largo pasillo hasta llegar a la puerta de su cuarto. Ella, tendida sobre la cama, desnuda y con la bata totalmente abierta apenas posada sobre sus hombros, lo espera. Una frágil y pequeña porción de pasión, arrugada y jugosa, ansía su cuerpo, pero Alfredo, aunque sorprendido, se niega de inmediato. «Es usted muy amable, pero yo estoy felizmente casado. Le hago el arreglito y ya estamos eh.
¡Los caballeros no tienen memoria! Además, hay unas carassospechosas rondando el barrio así que hago rápido así se encierraenseguida», le dice.
Él se dirige a la cocina, acerca una silla para subirse, retira unos cuantos imanes pegados al calefón, acomoda su pantalón para no perderlo en el intento y, de a poco, va cortando y remendando el que parecía fallar. Margarita vuelve a colocarse, como la cebolla, las miles de prendas viejas que tapaban su cuerpo, camina despacio hacia la cocina y pone la pava a calentar sobre el fuego, como si nada. El hombre continúa con su labor y luego de unos minutos se baja de la silla, como si ya hubiera terminado. «Listo, ahora sí que va a poder bañarse tranquila y con agua caliente», le dice. La mujer sonríe falsamente como si no hubiera completado su servicio, le pregunta cuánto le debe y le entrega el dinero que saca temblequeante de su monedero con brillos, pero que él prefiere no aceptar.
Alfredo toma su caja de herramientas y se despide. Camina hacia la Chevy mientras Margarita aún lo observa por la pequeña ventana de la puerta, como quien ve irse un plato de comida deliciosa.
Eran cerca de las siete de la tarde cuando Alfredo se acomoda en el asiento, el sol cae grande en el fondo de la calle, como las tetas de su clienta, y algunos viejos chusmas sentados en la vereda que recogen sus sillas para refugiarse en sus cuevas seguras con ventanas, lo observan. Él sienta la caja de herramientas en su asiento lindero y retoma el viaje con una música folklórica tranquila. Las ruedas de su auto agradecen el asfalto sobre el que toma camino, la paz lo invade, y también la alegría de haber realizado la buena acción del día.
Decide parar en la carnicería de Cholo y compra unas lindas tiras de asado, creía que la vida era una sola y que había que disfrutarla haciendo las cosas con sus propias manos. Siempre iba por el barrio esparciendo su credo: «hágalo usted mismo, cocinar es dar amor» repetía. También, pasa por la verdulería vecina, saluda amablemente a la señora que atiende y compra lechuga y unos cuantos tomates rojos y maduros para hacer una ensalada fresca. El precio le llama la atención, pero en su país hasta comprar verduras era una usura así que respira profundo y entrega el dinero como quien entrega el culo.
Camino a su hogar nota que el Peugeot azul 205 aún lo sigue, por lo que da una vuelta en otra cuadra para despistarlo logrando perderlo.
Alfredo baja victorioso del auto con las bolsas en mano e ingresa a su humilde casa. Era un pequeño chalet con tejas de arcilla, paredes pintadas de rosa pastel, con puertas y ventanas blancas. Un póster de Jesucristo con una extraña frase tapa parcialmente una de ellas dejando entrever en el interior las cortinas blancas con voladitos bordados que hacían juego con el frente.
«Amor mío, ya llegué», dice fuerte Alfredo al ingresar por la puerta sinobtener respuesta. Pero el pibe también ha llegado y solo esperadetrás de la ligustrina hasta que oscurezca por completo. Las luces del interior de la casa le indican el recorrido del hombre mayor y su voz, le advierten que todavía está despierto. Alfredo canta feliz y suave una canción mientras parece picar algo que trajo del fondo sobre una tabla. «Se hace más difícil robar a un hombre ejemplar», piensa el pibe. Pero por desgracia necesita la guita así que nada de lo planeado podía cambiar.
Cuando la oscuridad invade la casa, el pibe aprovecha el deterioro de una ventana de madera podrida para forzarla y entrar sigilosamente, lo que lo conduce al living de la casa, que con una barra dividía el espacio con la cocina. El interior era tan rosa como el frente, la mayoría de los muebles estaban pintados de blanco y había pequeños detalles rosa por todo el hogar. Un pequeño pasillo que conectaba con el baño y la habitación estaba llena de fotos viejas de una pareja joven que parecía haberse amado en algún tiempo.
En la cocina, una mesada de mármol estaba cubierta por una lona de plástico transparente que parecía haber sido limpiada recientemente y sobre ella una colección de cuchillos impecables de diversos tamaños. El pibe se acerca a la bacha para poder mirar por una ventana que daba al patio interno para así prevenir cualquier chusma entrometido. Mientras la luz de la luna entraba por la pequeña abertura, sus débiles rayos le muestran unos restos de carne enredados entre los agujeros de la rejilla.
Asqueado con la imagen, pero contento de tener vía libre para el afano se dirige a la habitación del matrimonio para asegurarse de que dormían. Paso a paso vuelve a recorrer las viejas fotos que parecen observarlo con miradas acusadoras, lo que no impidió que pudiera llegar a la puerta de la habitación que estaba entreabierta.
Para sorpresa del pibe, una frazada floreada cubría un montículo enorme, pero que ocupaba solo la mitad de la cama matrimonial de madera barata. Alarmado el chico se aleja rápidamente para recorrer los espacios restantes de la casa en busca de esa mujer desvelada que deambularía por ahí poniendo en peligro su plan de afanar.
El pequeño pasillo se vuelve interminable de repente, la puerta más cercana lo llevaba al baño. Todo estaba impecable, en el lavamos unas flores secas advertían la presencia de una “Señora de”, pero ni rastros de ella. Solo le quedaba revisar el patio y un pequeño quincho mugriento que se veía en el fondo. Era seguir revisando el lugar o tomar lo más próximo y huir o peor, usar el arma prestada para dejar al mundo con dos viejxs menos. Nunca estuvo en sus planes matar o huir con lo mínimo, menos aún después de tanto esperar con las ramas del ligustro metidas en el culo, así que salió al patio interno con mucho cuidado y se dirigió al quincho.
Era un precario espacio, hecho artesanalmente, con paredes, techo y puertas de chapa, lleno de telarañas y porquerías de todo tipo que dos viejos podían acumular a lo largo de toda una vida. Bolsas llenas de cables, cajas con diarios y revistas amarillentas, patines viejos con ruedas naranjas, colchones de resortes manchados con agujeros; todo ese contenido separado en secciones por estantes metálicos. Increíble que todas esas porquerías pudieran caber en ese pequeño lugar. Sus pies parecían pisar unos charcos húmedos que, para desgracia,embarraban sus zapatillas. En penumbra, el pibe ve unos surcosfrescos en el piso que lo llevaban al fondo de todo el mugrerío.
Siguió el rastro, poco a poco, creyendo que tal vez acumulaban algo de basura también y, si bien, había un olor nauseabundo en el ambiente, lo que en realidad lo atraía, era un pequeño quejido. Al final del rastro,un bulto enorme estaba cubierto con un trapo amarillento y sucio con florecitas, del que sobresalía pelo largo pajoso y pantuflas.
Colgaba del techo como una res, la mujer de Alfredo, medio dormida y con sus brazos gordos rasgados semi podridos, hechos trisas, faenados como si fuera un jamón de campo. El pibe se quedó boquiabierto mirando semejante esperpento, pero al notar que aun respiraba y que no parecía mal herida, la desato enseguida y como una bolsa de papa la mujer cayó sobre el piso. Le pegó algunas palmadas en el rostro para despertarla, pero ella ni se movía. Con temor de que Alfredo despertara, el pibe la arrastró con cuidado con sus brazos flacuchos por el patio, pero antes de llegar al ligustro ella comenzó a despertarse.
― Noo… Alfredo, dejamee… te prometo que te voy a cocinar mejor…
― Shhh, cállese señora, por favor, se va a despertar su marido y ahí síque nos va a morfar vivos a los dos.
Como pudieron, medio gateando y a rastras, atravesaron juntos la ligustrina pinchuda. El pibe subió a la mujer al asiento trasero del auto y al recostarse, su bata sin querer se abrió por completo. Dos enormes pezones, grandes como dos huevos fritos deliciosos, listos para pasarles el pancito, revitalizaron su vista y su fuerza. Intentando evitar su mirada imantada a esas dos tetas gigantes, la tapó como pudo y la llevó al hospital más próximo porque ir a la comisaría era un suicidio.
Desde esa noche, por desesperación o agradecimiento, ya no pudieron separarse. Quien diría que ese día, el pibe se llevaría el banquete más grande de su vida.
Michi Love