Machi

Machi

Marcos despertó contento con la caricia del alba. El colchón de cemento y la almohada de escalón no le impidieron conciliar el sueño. Ahora, descansado y ducho, se podía dedicar a lo que tramaba.

Se enjuagó cara y dientes en la fuente de la plaza donde beben las palomas, y aprovechó que su amigo Machi no estaba a la vista para ir a comprarle el regalo.

Después de todo, a esta altura ya eran inseparables. Habían sido apoyo mutuo en largas madrugadas de niebla y escarcha sobre las mantas, compañeros al buscar el calor del cuerpo ajeno para sobrevivir una hora más en esta vida de miserias y estorbos. Marcos caminaba y ponía la mano sobre el bolsillo donde llevaba el dinero. Iba recordando lo solo que estaba antes de conocerlo aquella noche, después de perder el tren en Ballester.

Machi rengueaba y se veía más joven que ahora, el pelo negro azabache, duro y sucio igual que su barba, que hoy es gris. Se acercó sin reparos a saludar y Marcos supo que aquél era otro desdichado, otro paria perdido, abandonado a las calles violentas por el amor enfermizo de personas incompletas. Al instante se hicieron compinches, se convidaron sus pobres riquezas y se sirvieron de anhelos secretos, llenándose mutuamente las copas del corazón vacío con el fresco líquido de la compañía, y embriagándose en deseos de futuro y paz armoniosos. No se sabe si Marcos siguió a Machi, o si fue al revés.

En el cumpleaños de su compañero de vida, Marcos estaba dispuesto a gastar los pocos pesos que fue guardando con su hambriento sacrificio. Setenta y siete pesos, completos los setenta y siete se iba a gastar. Machi merecía eso y más. Y si supiera lo que Marcos hacía seguramente lo hubiera impedido a toda costa. Marcos a menudo lloraba (en secreto) agradecido con la vida por haberle regalado tan grata compañía. Luego de tantos años sufriendo en situación de calle, Marcos finalmente era visible para otro ser. Que Machi posara sus ojos enormes sobre él bastaba para que Marcos se materializara, para que abandonara su pobre invisibilidad y supiera él mismo que existía. Era un fantasma el resto del tiempo. No uno blanco y astuto como los de la tele, sino uno sucio y oscuro, y en lugar de ser temido era un ente relegado. Machi era anclaje sobre la Tierra, era pasado, presente y futuro. Nunca alguien lo había querido sólo por existir, por compartir lo que se es, y por la reciprocidad cariñosa de simplemente hacerse bien, y quererse bien, así porque sí. Cuando Marcos estaba junto al árbol del terraplén, a punto de colgar la cruda cuerda de la esperanza perdida, Machi le trajo vida, tiempo, alegría, y éste era el día de su cumpleaños, por lo cual su regalo iba a ser especial.

Marcos se acomodó los harapos deshilachados que no podían llamarse ropa y frunció los dedos del pie para meter la uña que se escapaba por el agujero en la zapatilla. Se acomodó el pelo usando el reflejo en la vidriera, tomó un hondo respiro y tocó el dinero en su bolsillo, suspirando largamente. Se secó las lágrimas pensando en Machi y abrió la puerta de la veterinaria: – ¿Vende alimento suelto? –.